Dos niñas miran el mundo. La una al revés, como si la ciudad fuera el cielo y las estrellas la tierra. La otra, siguiendo las frágiles venas de la hoja de una planta. Polonia, 1966. Francia, 1966. En dos países distintos nacen la misma mujer, o casi la misma, Weronica y Véronique. La una no sabe de la existencia de la otra, pero se miran, se miran a través del vidrio de las sensaciones, del espejo firme, pero invisible, de la intuición. “Mirar”es la fuerza centrífuga de este filme, pero no desde la lógica, no desde el seguimiento racional de los hechos de una historia, sino desde una fuente metafísica, quizá más orgánica, que se esconde detrás de las paredes de la realidad tangible. La doble vida de Véronique es quizá el filme más emblemático del cineasta polaco Krzysztof Kieslowski (quizá más conocido por Rojo, Blanco, Azul), de su sensibilidad como artista visual, como orquestador de realidades alternas, como director que simplemente se cansó de hacer documentales, de mirar el mundo a través del cristal del intelecto.
Hay muchos directores que podrían haber escrito una novela en vez de dirigir una película: aman el diálogo, las palabras, las explicaciones verbales y utilizan el lenguaje visual simplemente como plataforma para ejecutar su literatura. Nada en contra de estos directores, pero cuando vuelvo a mirar La doble vida de Véronique, siento que incluso el puro lenguaje visual, plataforma del cine en general, es drásticamente elevado. Es decir, el lenguaje visual se convierte en la excusa perfecta para el despliegue de un metalenguaje, en este caso, el de las sensaciones, el de la intuición, el de ese universo tan personal y tan privado de aquello que no se puede explicar con palabras, pero tampoco con imágenes. Por lo tanto, que arriesgado fue (y seguiría siendo, incluso hoy en día) para un cineasta ejecutar visualmente el universo de los presagios, de las intuiciones y de las conexiones invisibles, aparentemente absurdas e intransferibles por naturaleza. No hay nada más subjetivo que un presentimiento y, por ello, no existe código visual que lo represente. Kiewslowski fue ese cineasta, ese artista atrevido que, partiendo de imágenes tan íntimas, nos condujo al lenguaje universal de los presentimientos. Hoy, 30 años después de la realización de esta cinta, su propuesta visual sigue siendo muy provocadora, estética, pero sobre todo, conceptualmente.
La doble vida de Véronique es un engranaje de detalles poéticos que en su sencillez nos invitan a reflexionar sobre las grandes preguntas de la vida. Como espectador, hay que saber “mirar” estos detalles, y en este “mirar” hay que saber “interpretar”, pero interpretar atando cabos, cabos que están sueltos a lo largo de toda la trama, pero que en su eco crean un ritmo visual palpable haciendo de esta película una especie de sinfonía y rompecabezas existencial, donde es necesario conectar una serie de pistas para llegar al centro de los temas más fundamentales: el tema de la vida, el tema de la muerte y el tema del amor.
Por ejemplo, un delgado cordón que se rompe entre los dedos de Weronica luego de cantar en una audición es, metafóricamente, el mismo cordón de zapato que Véronique estira con firmeza a lo largo una copia de un electrocardiograma, convirtiéndose así en la línea frágil de la vida que le queda a Veronique, de la vida que se fue con Weronika. ¿Son en realidad una misma vida? ¿O son dos totalmente distintas atadas por ese cordón? A Weronica su pasión por el canto la llevará a la muerte, y sin saberlo, pero sintiéndolo, Véronique abandonará su carrera como cantante para dedicarse a dar clases de música a niños. Véronique continúa el destino que a Weronica le hubiese permitido seguir viviendo: el de una vida más sencilla, alejada del espectáculo.
El espectador que está dispuesto a mirar, navegará en un universo metafísico. Véronique sabe lo que le va a suceder, pero no porque lo sabe, sino porque lo siente. Va a la casa de su padre y le confiesa que está enamorada. Su padre le pregunta de quién y ella contesta que aún no lo sabe. Su sentimiento precedió al amor al ver la imagen de un titiritero reflejada en un espejo. Aleksander Fabbri es ese hombre y su arte es manejar marionetas. Véronique se convertirá en la marioneta de su arte.
A partir de ese reflejo en el que sus miradas se encontraron por unos pocos segundos, Véronique recibirá pistas de Aleksander, pistas para llegar a él: una llamada telefónica en la mitad de la noche, un cordón de un zapato, un casete con un collage de sonidos que evocan una estación de tren. Siguiendo la poesía extraña de estas pistas, Véronique se encontrará con Aleksander y él le confesará que la ha tomado como objeto de su experimento para escribir su novela, es decir, quería probar si era posible, psicológicamente, que una mujer se enamorara de un hombre a partir de pistas extrañas. Traicionada, Véronique huirá, y él, arrepentido, la buscará y es ella ahora quien lo observará a él, lo observará a través de una ventana de cristales fragmentados. Ella sonreirá y lo perdonará. Esta vez, sin embargo, Aleksander será seducido por la doble naturaleza de Véronique y construirá dos marionetas, dos “Véroniques”, que harán que Véronique finalmente huya porque lo que menos quiere ser es la marioneta de la mano del destino.
La doble vida de Véronique es un filme para ser visto infinitas veces. Es la obra de arte que siempre esconde algo, que siempre sorprende, y a medida que nos sumergimos en ella y con el pasar del tiempo, los secretos se revelan solos. Quizá hay que mirar esta cinta tantas veces como espejos y ventanas y reflejos existen en ella. Espejos en los que Véronique, sin querer, está reflejándose, ventanas a través de las que mira el mundo para encontrarse en los otros, pero vidrios que también la separan del resto y la convierten en una criatura extraña, solitaria, siempre presa de la melancolía por una vida que nunca conoció, pero que sabe le pertenece.