Seres acuáticos, diminutos, navegan la pantalla, casi en un silencio total, salvo el sonido de un ligero movimiento: una burbuja que explota, un pataleo submarino. Parece el comienzo de los tiempos. Venimos del agua, no lo olvidemos. Las primeras imágenes que abren una película son las que me quedan clavadas en la mente y si son bellas, me atraviesan el cuerpo, mucho más que el intelecto. Después de estas criaturas frágiles y gelatinosas aparece en el encuadre una piel que se confunde con otra. Unos codos, unas axilas, dedos y manos que se exploran entre risas. Dos seres que se aman. Un par de mellizos adolescentes, pero eso lo descubrimos después. El erotismo es lo que importa y el mar como escenario de ese amor.
La Piel Pulpo, es el segundo largometraje de la cineasta ecuatoriana Ana Cristina Barragán, y al igual que en Alba, vemos el sello inconfundible de la mirada sensual de una directora que escoge los ángulos menos comunes pero los más hermosos para narrar su historia. Las tomas están pensadas literalmente para penetrarnos la piel y catapultarnos a la cotidianidad (poco común) de una familia carente de padre que vive lejos de la civilización. Los chicos (los mellizos y una hermana que los mira un poco distante), crecen como animalitos a la intemperie, en un permanente estado de supervivencia física y emocional. La madre, una mujer demasiado herida o completamente desquiciada, los obliga a permanecer en esa realidad tan liberadora y sofocante al mismo tiempo.
Los chicos logran subsistir, y lo hacen porque se rinden a la naturaleza que los rodea. Dejan que la vida misma se encargue de su existencia. No hay decisiones, por lo tanto no hay destino. Sólo la supervivencia. Los tentáculos de su piel pulpo les permite anclarse en la arena sin dejar que las olas los arrastre hasta su muerte. Los ojos sensibles de su piel pulpo los lleva a hacerse cargo de un pájaro herido, porque saben que la sangre de ese ser corre por sus propias venas. Están ahí, presentes con un universo bello y despiadado a la vez. La ciudad los llama, y van hacia ella, con deseo y desesperación, pero siempre vuelven a su isla. Entre su piel y el entorno no hay filtros ni fronteras.
Esta conexión tan fuerte y sublime que tienen los personajes con la naturaleza (y con la vida misma) la hemos perdido todos. Y aquí rescato profundamente la propuesta de una directora que a través de una historia de silencios nos habla a gritos de una sociedad que necesita volver a un lugar de quietud, donde no dependamos de un celular como esa extensión cruel de nuestros cuerpos y cada vez más de nuestras mentes. Nos consume lo irreal y lo digital a través de los avances tecnológicos, cuando en realidad ya estamos rodeados de la tecnología más perfecta: la naturaleza. Esa ausencia de diálogos a lo largo de toda la cinta y ese silencio avasallante de las profundidades del mar nos transportan a un lugar que está tan dentro como fuera de nosotros, quizá más adentro que afuera, pero del cual casi no nos percatamos.
Nuestra piel se ha endurecido y con esta obra de Ana Cristina Barragán, el arte retoma su papel transformador. Somos esa naturaleza de la que permanentemente huimos.